miércoles, 16 de febrero de 2011

La equilibrista


Hace muchos años que Rosa Vegas no se pone zapatos de tacón alto pero aún guarda muchos de ellos, como reliquias prehistóricas, en un mueble de madera situado en mitad del pasillo de su casa de Sant Joan.
Son tesoros arqueológicos de un mundo perdido que hoy duermen un sueño eterno al lado de innumerables zapatillas de deportes y algún que otro zapato oscuro y plano sin brillo ni glamour.
Echando un vistazo a su zapatero se podría reconstruir paso a paso la vida de Rosa Vegas. Todavía guarda con nostalgia unas sandalias de piel que se le ceñían al empeine y los tobillos como spagettis y la elevaban más de diez centímetros por encima del suelo. Zapatos de equilibrista, tacones de aguja no aptos para pisos irregulares. Rosa estaba acostumbrada a caminar a más de un palmo de altura y lo hacía con la destreza natural que tienen algunas mujeres para sobrevolar el mundo y al mismo tiempo dejar su huella por donde quiera que pasara. Su colección de zapatos acrobáticos alimentaría las fantasías de todo un regimiento de fetichistas.
Pero ya no los usa. No puede usarlos.
Hoy camina paso a paso arrastrando su pie derecho con lentitud de costalero. Y sólo dentro de casa. Las pocas veces que sale a la calle necesita valentía, un bastón y el brazo paciente de un amigo. Son las muletas que sostienen a Rosa en pie.
Ella dice que fue su marido quien le arrebató definitivamente el placer de llevar tacones. Y que lo hizo consciente de que obligándola a caminar a ras de tierra la humillaba, la menospreciaba, la hería de muerte en su legendaria coquetería de Campanilla.

El juró que lo haría y lo cumplió. Mientras le pisaba los pies y las muñecas se lo repetía fuera de sí. ¡Nunca más llevarás tacones, nunca más!
Las patadas de su marido la dejaron definitivamente inválida, por segunda vez.

(extracto de una novela biográfica inédita que algún día me atreveré a revisar y a sacar a la luz)

lunes, 7 de febrero de 2011

La primavera de El Cairo






A París llegó en mayo, a Praga en abril, a El Cairo en enero.
La primavera cada vez entra más pronto...y dura menos.
Claro que el Magreb no es Europa y para esas fechas quizá haga demasiado calor para empezar ninguna revolución con visos de ser tomada en serio.

Miro un telediario tras otro y no puedo dejar de admirar a los egipcios, a los tunecinos y un poco antes a los saharauis. Una algarada popular en toda regla, una protesta descomunal, un "estoyhastaloscojones" en red, que han puesto en entredicho los regímenes "amigos" del norte de África.

Parece que la sociedad no es sólo virtual, que los jóvenes no han muerto asfixiados en la red, que millones de aletargados gusanos se están convirtiendo en crisálidas en las tierras de Alá.

Qué emoción ver al pueblo tomando la calle, reclamando aquello que les pertenece por derecho, venciendo al miedo en mitad de las plazas, abrazando a los soldados, desafíando a la policía, plantándose ante el dictador a pecho descubierto...

Lo reconozo, siento envidia del arrojo de estos pueblos en cuyas bocas aún siguen vigentes aquellas consignas de la hoy ninguneada "izquierda transnochada" cuando pedía "pan, trabajo y libertad". Y no porque añore penurias si no porque todavía son capaces de reclamar libertad en un mundo que sólo persigue la seguridad.

Ojalá su Transición les salga bien. Pero por dios, que no se comparen con España.
Nosotros nunca tuvimos la osadía de enfrentarnos a nuestro dictador, que murió en su cama y fue enterrado como un caudillo.
Los militares no asistieron imparciales al proceso de democratización y no merecieron nuestros abrazos.
Jamás tuvimos el valor de echar a los ladrones que llenaron sus cuevas de oro durante 40 años. La dictadura hizo de nosotros un país de bueyes.

Quiénes somos ahora para dar consejos a otros pueblos sobre cómo deshacerse de las dictaduras si la nuestra murió de muerte natural.

Por eso siento envidia cuando oigo que el dictador de Túnez ha salido por piernas y que hay una orden internacional de búsqueda.
Por eso siento envidia cuando los egipcios siguen erre que erre en la Plaza de la Libertad esperando ver el cadáver político de Mubarak.
Por eso siento envidia.
Porque fuimos tan cobardes que no supimos ganarle tiempo a la primavera.