martes, 27 de marzo de 2012

Treinta años y un día


No es la primera vez que Andalucía se “subleva” ante el gobierno de Madrid. Ya lo hizo cuando decidió convertirse en “comunidad autónoma histórica” (igual que Cataluña y País Vasco) eligiendo el artículo 151 en vez del 143 que proponía el gobierno de la UCD. Y mira que la preguntita del referéndum tenía su intríngulis: “¿Da usted su acuerdo a la ratificación de la iniciativa prevista en el artículo ciento cincuenta y uno de la Constitución a efectos de la tramitación por el procedimiento establecido en dicho artículo?”. Vamos, que había que ir a votar con el María Moliner debajo del brazo.

Bueno pues Andalucía dijo que sí ratificaba y lo dijo enfrentándose a todo el aparato desmovilizador del Estado y a todos los partidos de derecha que querían una Andalucía “segundona” sin identidad propia. Yo no pude votar en ese referéndum porque aún no era mayor de edad, pero sí pude hacerlo en 1982 cuando se convocaron las primeras elecciones al Parlamento andaluz que ganó el PSOE con una mayoría absoluta de 66 escaños.

Efectivamente, Andalucía ha pasado 30 años en poder del partido socialista.

Y mucha gente se pregunta cómo hemos podido aguantar tantos años.

Yo tengo algunas respuestas para esa pregunta tan malintencionada que parece llevar implícita la respuesta. Pero mis respuestas no son las que quisieran oir aquellos que formulan esa pregunta.

Tuve que dejar Andalucía para irme a estudiar Periodismo a Barcelona porque en mi tierra no existía ninguna facultad donde pudiera hacerlo. El día que me marché, subí en un autobús de línea que tardaba cuatro horas en recorrer los 150 kilómetros que separan a mi pueblo de Sevilla. Un viaje infernal por una carretara inmunda sin arcenes y plagada de curvas donde apenas podían cruzarse dos vehículos.

El tren en el que viajé a Cataluña tardaba más de veinte horas. Era un convoy renqueante con compartimentos para ocho personas que olía a pies, a tabaco y alientos varios que impregnaban el escay de los asientos.

Y yo tenía suerte. Era la primera chica del pueblo que iba a estudiar una carrera universitaria. Hasta entonces, las que me precedieron y tuvieron la suerte de poder estudiar solo aspiraban a hacer Magisterio.

El pueblo que yo dejé tenía un médico, excelente eso sí, pero uno. No había centros de salud en toda la comarca y el hospital más cercano estaba a cien kilómetros y dos horas en coche porque el camino más recto entre Rosal (mi pueblo) y Huelva carecía de carretera en algunos tramos y había que dar una vuelta enorme atravesando toda la sierra (por esa carretera inmunda sin arcenes y plagada de curvas).

Las tiendas de mi pueblo eran pequeños bazares donde se despachaba bacalao, zapatos, detergentes y bragas por el único mostrador de madera del local. En las trastiendas vivían los tenderos. Había muchos bares pero ninguna biblioteca.

La población mayor se reunía en las esquinas (los hombres) y en misa (las mujeres). Las vacaciones eran una entelequia. Muchos de mis mayores no salieron nunca del pueblo, ni siquiera para ir al hospital y los velatorios se hacían en casa.

Así era la vida para los habitantes de un pueblo andaluz (pongamos que el mío) cuando entraron a gobernar los socialistas a primeros de la década de los 80.

En estos 30 años (¡cómo hemos podido aguantar tanto tiempo!) he vuelto muchas veces al lugar que me vio nacer y donde residen los míos. Lo hago por una autovía, la A-92, que vertebra Andalucía de norte sur y de este a oeste. También podría hacerlo en AVE o en avión, pero me gusta recorrerla entera.

De Sevilla a mi pueblo tardo apenas hora y media por una carretera nueva, ancha, con amplios arcenes, bien señalizada, con innumerables tramos para vehículos lentos y con desvíos para no pasar por el centro de los pueblos del recorrido.

La carretera de Huelva, que tenía tramos sin asfaltar, es nueva y permite llegar en coche a la capital en menos de una hora. También hay autobús diario.

La casa del médico ya no existe. Ahora hay un ambulatorio con dos médicos, dos enfermeras y un servicio de ambulancias. Los taxistas se quejan de que les han quitado negocio, pero claro, no siempre llueve a gusto de todos.

El hospital comarcal está en Riotinto hasta que acaben el de Aracena, que estará a poco más de media hora. Eso permite que muchos enfermos lleguen con vida a un centro hospitalario. Y a los que mueren se les vela en la casa de duelos y no en el dormitorio conyugal.

Las tiendas de mi infancia siguen siendo bazares (por la variedad de productos que ofrecen) pero se han convertido en grandes superficies comerciales con autoservicio que desembocan en amables cajeras que te cobran en español, en portugués o en rumano. Las trastiendas habitables de antaño son ahora almacenes o pequeñas fábricas de elaboración de productos de cerdo ibérico.

Los bares siguen siendo lugares concurridos pero ya no huelen a aguardiente sino a “serranitos”.

Aunque los hombres mayores siguen frecuentando las esquinas y las mujeres el rosario, hay un centro de la tercera edad donde reunirse cuando la lluvia o el frío hace estragos en las calles. Y una biblioteca pública, y un centro cultural, un teatro, un campo de fútbol con césped artificial, una piscina y un centro de día para los enfermos de Alzheimer. Y Guadalinfo, un local con banda ancha y una docena de ordenadores donde enseñan a los mayores las nuevas tecnologías y a donde acuden los más jóvenes a conocer el mundo en red.

Los que no habían salido jamás de sus casas ni conocían la palabra vacaciones se recorren la península y las islas del brazo del Imserso, se alojan en complejos vacacionales de la Junta y se curan sus males en balnearios donde nunca habían soñado llegar.

Cada vez que vuelvo a casa me cuesta trabajo reconocer a la gente que dejé siendo unos niños. A veces reconozco a algunos jóvenes porque son la viva imagen de sus padres y parece que el tiempo se hubiera detenido. Pero no. Entonces mi madre me pone al día: “Ésta es ingeniera, éste otro abogado, aquella es jueza. El hijo de fulanita está haciendo un máster en Estados Unidos, la sobrina de menganita vive en Italia porque se fue de Erasmus y no volvió”.

¿Aún necesitan que les responda por qué muchos andaluces permanecen fieles al partido socialista?

Porque les ha cambiado la vida pero no la memoria. Y porque treinta años y un día no ha sido ninguna condena, sino una bendición.

Y sin embargo, a veces echo de menos aquella Andalucía con olor a bacalao y a aguardiente….

Será por la edad.

sábado, 10 de marzo de 2012

Orgullo andaluz


La noche antes de marcharme definitivamente lejos de Andalucía subida en un autobús pirata al que llamábamos "el catalán", mi padre me dio uno de los pocos consejos de su vida: "Siéntete orgullosa de ser andaluza". Ese fue un eslogan de los años de la Transición. Del referéndum de autonomía, cuando se nos decía que seríamos más andaluces por el artículo 151 que por el 143.
Lo que mi padre quería decirme era que no volviera de Barcelona siendo una "Montse" cualquiera, de esas que perdían el acento y la memoria en las revueltas de Despeñaperros, y que no se me ocurriera traerle a casa a ningún "Jordi" culé, para más señas. Eso era básicamente para él "sentirse orgulloso de ser andaluz". Eso y sentir devoción por el Betis, el flamenco y la Blanca Paloma.
Ahora, casi treinta años después, algunas veces me pregunto si no he sido una traidora.
Lo confieso, lo que más me gusta del Betis es la historia que guarda su ribera; el flamenco, si es muy puro, me mata de sobredosis y a la Blanca Paloma no tengo el gusto de conocerla. Es que Pentecostés cae en una fecha muy mala. Encima, mi aspecto difiere tanto del tópico andaluz que cuando mi madre me ponía el traje de gitana parecía que iba disfrazada.
Con esos antecedentes, mi padre tenía razón al expresar sus recelos. Cómo podía yo sentirme orgullosa de ser andaluza si nunca nadie me habló de Blas Infante, ni de los reinos de taifas, ni del Condado de Niebla. Si apenas sabía ubicar Tartessos a pesar de vivir sobre sus ruinas y si del reino de Granada solo conocía la historia de un rey moro que perdió las llaves y su madre le dijo que lo tenía merecido por maricón. Dónde iba yo dándomelas de andaluza si era devota del Mío Cid y en cambio renegaba de Abderramán que era tan andaluz como yo.
Cómo iba a presumir de andalucismo si de mi tierra solo conocía un par de ríos, dos cordilleras y ocho provincias.
Pero aprendí. En el lugar a donde yo llegué me enseñaron a ver el bosque desde lejos y a amar cada centímetro cuadrado de la tierra que cultivaron mis antepasados mucho antes de que el emperador Adriano fuera dueño del mundo. Allí me di cuenta de que Andalucía se merecía mucho más que amor. Se merecía conocimiento y respeto. Por eso, al mismo tiempo que aprendía otra geografía y otra lengua, crecía mi "orgullo de ser andaluza" y me hacía una experta en reconocer en qué orilla del Guadalquivir había aprendido a hablar mi interlocutor. Y lloré cuando me descubrí oculta tras las palabras de Salvador Távora: "Andalucía es un país que limita al norte con Castilla la Mancha y Extremadura..."
Después de todo, el consejo de mi padre surtió efecto. Los amores nunca son excluyentes por más que se empeñen algunos politiquillos y periodicastros de "todo a cien" en crear enfrentamientos barriobajeros. Ya no me ofenden los insultos premeditados ni los tópicos de aluvión.
Hoy sé quién soy, quién fui y quién quiero ser.
Lástima que no me dejen decirlo el próximo 25 de marzo.