martes, 4 de octubre de 2011

Patriotas




Pagar impuestos nos hace libres. Y sobre todo demócratas.
A todos aquellos que se llenan la boca con ese adjetivo, que en España fue casi un neologismo hasta que murió el Dictador, yo les preguntaría si ejercen como tales demócratas o si solo es una pose ante el “fotocall” social y mediático.


Perdonen ustedes si me resisto a aceptar que en un país democrático exista casi un veinte por ciento de economía sumergida mientras la EPA arroja cifras que nos acercan a los cinco millones de parados. Perdonen ustedes si no admiro a los expertos que cobran salarios estratosféricos por maquillar saldos, crear atajos fiscales o practicar la contabilidad creativa. Todo ello no son más que sofismas que enmascaran una verdad sin paliativos que en castellano se llama fraude.
Pagar impuestos nos hace libres, decía.
Si algo diferencia las dictaduras de las democracias es precisamente la construcción del concepto de ciudadanía. En aquellos países con regímenes totalitarios, los estamentos que ostentan el poder tienen un sentido paternalista (de padre, padrone, patrón) del estado. Disponen del patrimonio común a su antojo y tratan a las personas como súbditos, no como ciudadanos. En justa equivalencia, los habitantes de esos países consideran al estado un enemigo y se esconden de él cuanto pueden.
Parece lógico, quien paga, manda.
Si no nos sentimos dueños de nuestro país, si no podemos poner o deponer gobiernos, tampoco vamos a contribuir fiscalmente a mantener una propiedad ajena. Por eso, la mejor fórmula para exigir derechos sociales y la redistribución de la riqueza colectiva es corresponsabilizarse en la financiación del estado. Pero en España esta lección la hemos aprendido tarde y mal. Aún no ha acabado de penetrar la idea de que “Hacienda somos todos” y todavía hay quien recuerda con nostalgia trasnochada que con Franco no se pagaba el IRPF.

Las fórmulas neoliberales que predican la reducción de impuestos, el adelgazamiento del estado y que son fervientes seguidores de la doctrina del “do-it yourself”, chocan con la realidad, que es bien tozuda: los países con mayores índices de democracia son también los que más impuestos pagan. A la cabeza Suecia, con una carga impositiva del 50%; Bélgica y Francia con casi un 45%; España, con un 36,7%; Estados Unidos (28%) y, ¡sorpresa!, en la cola Grecia con un 27%.
Pero el grado de democracia también se observa en los porcentajes de economía sumergida. Así, mientras en la Europa central y nórdica la economía en negro oscila entre el 10% y el 15%, en la Europa sur (PIGS) se supera el 20%, y, ¡sorpresa! con Grecia también a la cabeza del fraude fiscal (25%).

Por eso:
Reniego de todos aquellos que se envuelven en banderas rojigualdas y luego no pagan el IVA.
Detesto a todos aquellos que practican la caridad bien atrincherados en sus paraísos fiscales.
Me avergüenzo de todos aquellos que se jactan en público de ser ladrones de cuello blanco y encima esperan que les riamos las gracias.
Yo quiero que incluyan una etiqueta verde en nuestros códigos de barra personales, emulando a Roosveelt en el New Deal, donde se identifique a todos los ciudadanos que se ganan a pulso diariamente el título de patriota.

Yo reclamo un marchamo de calidad donde se diga:
Yo pago mis impuestos, soy una demócrata, soy una patriota.

miércoles, 25 de mayo de 2011

En terra hostil



"Jo tenia una granja a l'África..."



Un racó entre palmeres, un oasi fresc on refugiar-me quan els vents del desert bufen embravits al meu voltant.

Al lloc on jo habite ja fa temps que ens hem acostumats a construir amagatalls per desaparèixer de tant en tant. Els homes blaus del desert on jo visc no deixen crèixer l'herba sota els peus.

Però, com una colla de jueus errants, somniavem amb la terra promesa. La meua estava a prop. Encara conservava platges verges, dunes sense bungalows i palmeres davant dels finestrals de qualsevol llar humil. Un paradís terrenal gratuit.


Podiem parlar català sense demanar perdó a ningú i tindre l'esperança que algú ens responguera de bon gust. De vegades podiem veure en Serrat i sentir-lo en versió original. Fins i tot, el Correllengua hi-feia escala i era rebut amb honors per les autoritats locals. Front a la mediocritat cultural del lloc on jo habite, hi-havia festivals de teatre i música medievals , un Misteri a l'agost que servia de contrapunt a les verbenes populars i un ventall de activitats socio-culturals que podiem freqüentar els dies en que la tristor es feia insuportable al desert on s'alça casa meua.


Fa uns dies, els homes blaus s'han fets forts a la meua terra promesa.


I tinc por de descobrir un mal matí que torne a estar sola, en terra hostil, i sense cap altre oasi amb el que somniar quan vinguin maldades.


PP: 14


PSPV: 12


PdE: 1

miércoles, 16 de febrero de 2011

La equilibrista


Hace muchos años que Rosa Vegas no se pone zapatos de tacón alto pero aún guarda muchos de ellos, como reliquias prehistóricas, en un mueble de madera situado en mitad del pasillo de su casa de Sant Joan.
Son tesoros arqueológicos de un mundo perdido que hoy duermen un sueño eterno al lado de innumerables zapatillas de deportes y algún que otro zapato oscuro y plano sin brillo ni glamour.
Echando un vistazo a su zapatero se podría reconstruir paso a paso la vida de Rosa Vegas. Todavía guarda con nostalgia unas sandalias de piel que se le ceñían al empeine y los tobillos como spagettis y la elevaban más de diez centímetros por encima del suelo. Zapatos de equilibrista, tacones de aguja no aptos para pisos irregulares. Rosa estaba acostumbrada a caminar a más de un palmo de altura y lo hacía con la destreza natural que tienen algunas mujeres para sobrevolar el mundo y al mismo tiempo dejar su huella por donde quiera que pasara. Su colección de zapatos acrobáticos alimentaría las fantasías de todo un regimiento de fetichistas.
Pero ya no los usa. No puede usarlos.
Hoy camina paso a paso arrastrando su pie derecho con lentitud de costalero. Y sólo dentro de casa. Las pocas veces que sale a la calle necesita valentía, un bastón y el brazo paciente de un amigo. Son las muletas que sostienen a Rosa en pie.
Ella dice que fue su marido quien le arrebató definitivamente el placer de llevar tacones. Y que lo hizo consciente de que obligándola a caminar a ras de tierra la humillaba, la menospreciaba, la hería de muerte en su legendaria coquetería de Campanilla.

El juró que lo haría y lo cumplió. Mientras le pisaba los pies y las muñecas se lo repetía fuera de sí. ¡Nunca más llevarás tacones, nunca más!
Las patadas de su marido la dejaron definitivamente inválida, por segunda vez.

(extracto de una novela biográfica inédita que algún día me atreveré a revisar y a sacar a la luz)

lunes, 7 de febrero de 2011

La primavera de El Cairo






A París llegó en mayo, a Praga en abril, a El Cairo en enero.
La primavera cada vez entra más pronto...y dura menos.
Claro que el Magreb no es Europa y para esas fechas quizá haga demasiado calor para empezar ninguna revolución con visos de ser tomada en serio.

Miro un telediario tras otro y no puedo dejar de admirar a los egipcios, a los tunecinos y un poco antes a los saharauis. Una algarada popular en toda regla, una protesta descomunal, un "estoyhastaloscojones" en red, que han puesto en entredicho los regímenes "amigos" del norte de África.

Parece que la sociedad no es sólo virtual, que los jóvenes no han muerto asfixiados en la red, que millones de aletargados gusanos se están convirtiendo en crisálidas en las tierras de Alá.

Qué emoción ver al pueblo tomando la calle, reclamando aquello que les pertenece por derecho, venciendo al miedo en mitad de las plazas, abrazando a los soldados, desafíando a la policía, plantándose ante el dictador a pecho descubierto...

Lo reconozo, siento envidia del arrojo de estos pueblos en cuyas bocas aún siguen vigentes aquellas consignas de la hoy ninguneada "izquierda transnochada" cuando pedía "pan, trabajo y libertad". Y no porque añore penurias si no porque todavía son capaces de reclamar libertad en un mundo que sólo persigue la seguridad.

Ojalá su Transición les salga bien. Pero por dios, que no se comparen con España.
Nosotros nunca tuvimos la osadía de enfrentarnos a nuestro dictador, que murió en su cama y fue enterrado como un caudillo.
Los militares no asistieron imparciales al proceso de democratización y no merecieron nuestros abrazos.
Jamás tuvimos el valor de echar a los ladrones que llenaron sus cuevas de oro durante 40 años. La dictadura hizo de nosotros un país de bueyes.

Quiénes somos ahora para dar consejos a otros pueblos sobre cómo deshacerse de las dictaduras si la nuestra murió de muerte natural.

Por eso siento envidia cuando oigo que el dictador de Túnez ha salido por piernas y que hay una orden internacional de búsqueda.
Por eso siento envidia cuando los egipcios siguen erre que erre en la Plaza de la Libertad esperando ver el cadáver político de Mubarak.
Por eso siento envidia.
Porque fuimos tan cobardes que no supimos ganarle tiempo a la primavera.

miércoles, 12 de enero de 2011

Para quitarse el sombrero


Llegó una mañana de septiembre con su andar cansino, balanceándose a lo John Wayne.


Se acercó a la mesa de la cafetería donde yo tomaba café con algunos compañeros y preguntó por mi. Su voz pastosa y parsimoniosa, pegando lametones a las palabras, como quien dicta sentencias con cada frase, me ha ilustrado, acompañado y a veces desquiciado durante cuatro años.


Aquella fue una cita a ciegas, una apuesta en la que yo arriesgaba mi credibilidad como consultora laboral y él su puesto de trabajo como profesor de lengua y literatura de un puñado de alumnos que sólo querían aprender cine.


Gané la apuesta y algunos años después me devolvió el favor.


Muy pronto dejó de ser profesor para convertirse en maestro.


Contra todo lo previsible, sus clases siempre estuvieron llenas. A sus pupilos no les importaba madrugar porque sabían que si llegaban tarde no les dejaría entrar en el aula. Cuando se acababa su hora de clase había que echar a los grupos de incondicionales que le retenían para hablar de cine, de música, de historia o de nada.


El despacho que compartimos algún tiempo se convirtió en el ágora, la kasba, el templo al que acudían en peregrinación jóvenes de todo pelaje en busca de un nosequé que irradiaba su persona. Entre esas cuatro paredes de cristal se hablaba sobre todo de cine con sus diálogos originales subtitulados. ¡Qué prodigiosa memoria para reproducir palabra por palabra los guiones de las películas de John Ford, su director de cabecera!

Los alumnos le perdonaban todos sus pecados, que no eran pocos. Era un enamoramiento becqueriano el que sentían por él: "hoy le he visto y me ha mirado; hoy creo en Dios"

Cada vez que mi amigo el profesor pisaba la cuerda floja había un batallón de chicos dispuestos a inmolarse por él. "No me importa si viene poco, porque cuando lo hace, sus clases compensan todas las faltas", me confesó públicamente en clase un alumno que no creía en Dios.
Y escribieron cartas y mails y hubo un conato de revuelta estudiantil ante la puerta de su despacho cuando le apartaron temporalmente de sus clases.

La envidia me corroía por dentro. Pero una envidia sana, consciente de que si yo hubiera sido su alumna también estaría golpeando las puertas de los despachos de los que mandan para que no me quitaran al maestro.

Al final lo hicieron.

Entre la luna y el dedo que apunta hacia ella, siempre ha sido mucho más sencillo ver el dedo.

¡Panda de miopes!

Hoy me he puesto sombrero. Para poder quitármelo ante él.

Gracias amigo.