Eras rubio, mocoso y guaperas, un
aprendiz de canalla desde la más tierna infancia. Pequeño furtivo de alacenas
caseras, de esos que hacen incursiones nocturnas en la orza de los pestiños y
luego niegan la fechoría con la boca embadurnada de miel y matalahúva. Un día
como hoy no puedo dejar de mirarte en la fotografía amarillenta que desempolvé
de un antiguo álbum familiar. A veces, a una le da por pensar cosas
extravagantes en los momentos más inoportunos. Como que el tañir de las
campanas que redoblaban por tí lo hacían por martinetes y que ese cante de
flamenco antiguo era tu último lamento desde
lo alto del campanario. Te habría gustado. Pero tu legado genético, el que veo
en el espejo todas las mañanas, no tuvo a bien impregnarme las cuerdas vocales.
Lástima haber heredado tu piel, tus ojos, tus manos pero no tu garganta
portentosa.
Pasaste de robar pestiños a robar
corazones a lomos de un caballo. Te enseñó tu padre, un castellano viejo que
desertó de su destino de chocolatero en la Zamora más profunda para vender
mantas a dita por la Baja Andalucía. Palabras, las justas. Un silbido doble para
llamarnos a la mesa y una mirada larga para todo lo demás. “Ya eres mujer,
ahora tienes que ayudar a tu madre en la casa”, dijiste aquella tarde de
septiembre en la que sentenciaste mi infancia. “Siéntete orgullosa de ser
andaluza”, fue tu despedida el día que me marché en busca del futuro a bordo de
un autocar destartalado al que apodaban “el catalán”. Palabras, las justas. Yo
era experta en interpretar tus silencios. Sabía que me querías aunque nunca lo
dijeras, aunque no compartiera tus gustos culinarios por las cabezas de cordero
al horno, ni por las habas enzapatadas al estilo portugués. Eso sí, las brevas peladas
y ribeteadas de leche condensada que ponías en enfriar en la nevera las siestas
de verano eran mi perdición. Nadie se atrevía a tocarlas sin tu permiso excepto
yo, que me las zampaba sin reparo a sabiendas de que para ti sería un honor que
acabaran en mi estómago.
Poco importaba tu falta de pericia
con las palabras cuando me trajiste mi primera máquina de escribir desde Alemania. Que no tuviera regalos de
cumpleaños si luego me alegrabas el día con un ramo de espigas de trigo que
soportan bien el paso del tiempo. Puede que no cumplieras ni uno de los
requisitos de los manuales de cómo ser un buen padre. Yo tampoco he sido un
hija de manual. No te complací en casi nada. No aprendí a cantar, ni a montar a
caballo, ni voté nunca a tu partido. Y encima, el andalucismo que tu me
reclamabas lo moldeé en otra tierra y con otra lengua. Pero algo debiste hacer
bien para que tu recuerdo, como canta Serrat, sea cada día más dulce. Ahora ya
puedo escuchar fandangos sin que se me haga un nudo en la garganta, pero
durante años el flamenco ha sido un látigo sonoro que me dejaba tu memoria en
carne viva.
Hoy podría haber hablado en esta columna de muchas cosas. La
actualidad está que revienta por los cuatro costados. Sin embargo, una punzada
íntima me ha recordado que hoy es 3 de marzo. Y he vuelto a escuchar la letanía
del martinete. http://alicanteplaza.es/dile-a-tu-padre-que-le-quieres