Las
salas de espera de los ambulatorios son un buen lugar para fabular, para mirar,
pero sobre todo para escuchar. Los teléfonos móviles son unos chivatos
despiadados que abren en canal, impúdicamente, las intimidades ajenas. Si una
está atenta se puede hacer fácilmente un bosquejo del barrio y su vecindario. Los
investigadores sociales lo llaman observación participante.
El
centro de salud al que yo acudo está altamente feminizado. En mi pasillo hay
cuatro consultas donde atienden ocho médicas. La clientela está compuesta
mayoritariamente por mujeres – solo hay dos varones esperando- y el carrito de
la limpieza, que aparece y desaparece como un desfile profiláctico, lo pilota también
una mujer. La estancia está limpia y relativamente silenciosa. Ni siquiera hay
toses. Solo una joven atlética, sumergida en las redes sociales, se suena los mocos entre mensaje y mensaje. Una
señora entrada en la cincuentena, de cabellos cortos y grisáceos, que aguarda
sola en la silla de enfrente saca un e-book de su mochila y se pone a leer. No
es el único libro presente en la sala de espera. Un hombre en edad de
jubiliación forzosa, vestido pulcramente con un “look casual”, va por la mitad
de una novela cuyo título no acierto a descifrar desde mi faro de observación. Apenas levanta la mirada
ni la voz sino para susurrarle algo a la mujer que le acompaña, una señora que
ya no cumplirá los sesenta vestida con vaqueros, pañuelo al cuello, cazadora de
cuero y zapatos planos de buena calidad. Una indumentaria de veinteañera que
contrasta con sus cabellos sin teñir. Ella no lee. Observa el paisaje humano,
igual que yo.
Sale la
médica. Ordena los próximos turnos de entrada en la consulta por el nombre de
pila de los pacientes. Parece conocerlos a todos. Me quedan tres antes de que
me atienda. Como siempre, va con retraso. Por eso sus pacientes se traen
libros. A ella hay que venir a verla sin prisas, pero la espera merece la pena.
Desde el pasillo de enfrente llega una algarabía infantil. Una niña hace
eslálon con un carrito de bebé. Otra se sube a las sillas, luego se baja, se
revuelca en el suelo y se vuelve a subir. Desde su atalaya irrumpe a hablar con
desparpajo en un lenguaje fluído pero ininteligible. Otro chaval silabea en voz
alta todos los carteles del pasillo de pediatría con el orgullo de quien acaba
de aprender a descifrar el mundo a través del alfabeto. Una adolescente desgarbada,
más alta que su madre, se estira los calcetines de un uniforme de colegio
privado, con una falda tableada extremadamente corta que descubre unas piernas
frágiles que crecen solo a lo largo. Un muchacho joven con pantalones “cagados”
entra comiéndose a besos a un bebé. Al poco, sale de la consulta con el bebé
hecho un basilisco. Y vacunado, sospecho. Conozco bien ese pasillo. Hasta hace
poco yo también era asidua pero el tiempo pasa inexorablemente.
Acaban de incorporarse a la sala donde espero dos mujeres embarazadas.
Pronto se pasarán al otro lado, al de la algarabía y las vacunas. La que luce
el vientre aprisionado por una camiseta a punto de estallar pregunta a la
señora del e-book por qué hora van. Descubro que mi vecina lectora digital es
argentina. Sobre mi cabeza, varios carteles pegados con celofán. Uno invita a
los pacientes a una charla sobre violencia de género. Otro, a que se vacunen
contra la gripe. El tercero avisa que el colegio de médicos denunciará a quien
agreda a algún facultativo. El último, en inglés, francés, alemán y otro idioma
que no identifico, pide a los que no hablen español que vengan acompañados de
un intérpetre. Para atenderlos mejor, dice. Nada en árabe, ni en chino. Debe ser
que no van pacientes que se expresen en esas lenguas. Oigo mi nombre desde el
interior de la consulta. Llevo una hora esperando. Pedí cita hace quince días.
Total, para una receta. Eso es lo malo. Bueno, al menos tengo tema para la
yoyoba. http://alicanteplaza.es/paisajes-humanos-el-ambulatorio
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