Como una mosca atrapada en una tupida
tela de araña.
Eso tengo ganas de escribir cada vez que el Facebook me pregunta
cuál es mi estado. Si me ausento durante largo tiempo se preocupa por mi como
un amante celoso y me invita a interactuar con mis amigos virtuales. Siempre
está pendiente. El otro día me avisó, por si acaso lo había olvidado, que
estaba jugando el Barça y me informó de cómo iba el resultado. También me chiva
las páginas comerciales que visitan mis amigos y me informa de ofertas de
productos la mar de apasionantes por los que alguna vez me interesé. Un
estetoscopio, por ejemplo, un maletín de primeros auxilios o un curso de
oratoria. A veces pienso si detrás no estará mi madre porque me recuerda
puntualmente los cumpleaños de personas que conozco y lo hace con la suficiente
antelación para que me dé tiempo a comprarles algo. Ahora no me valen las
excusas memorísticas. Me estoy empezando a mosquear. Detesto dejar tantos
rastros en el ciberespacio. Supongo que ese es el precio de todo el volumen de datos
que me suministran las redes sociales de manera altruista. Jaja. Nadie da duros
a cuatro pesetas. La información se paga y yo la abono religiosamente en
módicas cuotas de control externo y pérdida de intimidad.
El caso es que ya no fío de nadie.
Ni de mi televisor smart que se apaga
si dejo de zapear un largo rato y se toma la libertad de grabarme programas por
su cuenta y riesgo. Tan inteligente no será, digo yo. Luego me entero que la
CIA tiene la capacidad de espiarme (otra cosa es saber para qué) hackeando mi
ordenador aunque esté apagado y colándose en el salón de mi casa a través de la
pantalla de ese televisor supuestamente inteligente que tiene vida propia. Y el
teléfono móvil, otro que tal baila. Llama a quien le da la gana sin mi permiso
y últimamente encuentro llamadas a un número desconocido de Venezuela. Igual me
está tendiendo una trampa para acusarme de bolivariana y cualquier día de estos
aparezco en los titulares de algún diario digital abonado a las conspiraciones
podemitas. Lo he dejado por imposible. Al menos hasta que alguien descuelgue al
otro lado del océano y me cobren la llamada. Mi relación con el continente
americano es bastante fluida, no se crean. Hace poco me clonaron la tarjeta de
crédito y alguien se compró un televisor a mi costa en Lima. El seguro se hizo
cargo de los gastos pero el disgusto y el trasiego entre la comisaría y la sucursal
bancaria no te lo quita nadie.
Dominique Wolton, el prestigioso sociólogo de la
Comunicación, tiene más razón que un santo cuando nos alerta sobre los peligros
del exceso de información que nos aísla cada vez más en una sociedad
hiperconectada. Mis “amigos” están ahí afuera y apenas les pongo rostro. Son
los únicos que me envían cartas postales y regalos por mi cumpleaños: El Corte
Inglés, Ive Rocher o Punt Roma. No fallan. Siempre los mismos horrorosos
pañuelos de cuello, muestras de cosméticos de la señoritapepis o vales
descuento que caducan olvidados en cualquier cajón. Yo es que no soy mucho de
tirar, fíjate. Y otro frente abierto es el frigorífico, que se pone a pitar por
las noches como un descosido. No sé por qué. Este es analógico, así que el día
que me encuentre un posit en la puerta diciéndome que me he quedado sin huevos,
le pego una patada a la telaraña tecnológica y me voy con la música a otra
parte. Eso si me deja Spotify, que también se atreve a confeccionarme listas de
canciones favoritas. El otro día me recomendó una de Rocío Jurado.Cómo me conoces, bribón. http://alicanteplaza.es/AtrapadaenlaRed
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