miércoles, 12 de enero de 2011

Para quitarse el sombrero


Llegó una mañana de septiembre con su andar cansino, balanceándose a lo John Wayne.


Se acercó a la mesa de la cafetería donde yo tomaba café con algunos compañeros y preguntó por mi. Su voz pastosa y parsimoniosa, pegando lametones a las palabras, como quien dicta sentencias con cada frase, me ha ilustrado, acompañado y a veces desquiciado durante cuatro años.


Aquella fue una cita a ciegas, una apuesta en la que yo arriesgaba mi credibilidad como consultora laboral y él su puesto de trabajo como profesor de lengua y literatura de un puñado de alumnos que sólo querían aprender cine.


Gané la apuesta y algunos años después me devolvió el favor.


Muy pronto dejó de ser profesor para convertirse en maestro.


Contra todo lo previsible, sus clases siempre estuvieron llenas. A sus pupilos no les importaba madrugar porque sabían que si llegaban tarde no les dejaría entrar en el aula. Cuando se acababa su hora de clase había que echar a los grupos de incondicionales que le retenían para hablar de cine, de música, de historia o de nada.


El despacho que compartimos algún tiempo se convirtió en el ágora, la kasba, el templo al que acudían en peregrinación jóvenes de todo pelaje en busca de un nosequé que irradiaba su persona. Entre esas cuatro paredes de cristal se hablaba sobre todo de cine con sus diálogos originales subtitulados. ¡Qué prodigiosa memoria para reproducir palabra por palabra los guiones de las películas de John Ford, su director de cabecera!

Los alumnos le perdonaban todos sus pecados, que no eran pocos. Era un enamoramiento becqueriano el que sentían por él: "hoy le he visto y me ha mirado; hoy creo en Dios"

Cada vez que mi amigo el profesor pisaba la cuerda floja había un batallón de chicos dispuestos a inmolarse por él. "No me importa si viene poco, porque cuando lo hace, sus clases compensan todas las faltas", me confesó públicamente en clase un alumno que no creía en Dios.
Y escribieron cartas y mails y hubo un conato de revuelta estudiantil ante la puerta de su despacho cuando le apartaron temporalmente de sus clases.

La envidia me corroía por dentro. Pero una envidia sana, consciente de que si yo hubiera sido su alumna también estaría golpeando las puertas de los despachos de los que mandan para que no me quitaran al maestro.

Al final lo hicieron.

Entre la luna y el dedo que apunta hacia ella, siempre ha sido mucho más sencillo ver el dedo.

¡Panda de miopes!

Hoy me he puesto sombrero. Para poder quitármelo ante él.

Gracias amigo.