viernes, 5 de abril de 2019

Se detienen los caminos



Su árbol fue mi árbol. Aquel que plantó junto a su madre en el límite del patio donde termina la casa. Ese árbol bajo el que perdió la inocencia una siesta de verano, el que se llenó de ramas y de nidos con el pasar de los años. Las canciones de Alberto Cortez se colaron en mi vida por la puerta de atrás, conviviendo amablemente con Kortatu, Ilegales y Golpes Bajos durante esa década siniestramente divertida en la que todo era posible todavía. Una paradoja vital que ha resistido todas mis metamorfosis. Su voz de vinilo me ha acompañado en todas mis mudanzas como un tesoro que suelo recuperar cuando limpio el polvo de la nostalgia los sábados por la mañana. Mi devoción por el argentino la heredé de mi padre a quien tanto se le parecía físicamente. Crecí entre fandangos de Paco Toronjo donde siempre había un rincón en el alma por el que se colaba un perro callejero por derecho propio. Sus canciones tienen la extraña virtud de encontrar acomodo en todas mis maletas. Como un viejo abrigo de fondo de armario al que puedes recurrir en cualquier ocasión con la seguridad de que guarda el calor de la última vez que lo vestiste.

Te pones a Alberto Cortez y aparecen los amigos que se fueron dejando un inmenso espacio vacío que no lo ha podido llenar la llegada de otros amigos. Su voz los trae de vuelta tal como éramos, cuando construíamos castillos en el aire ignorantes de los vendavales a los que tendríamos que enfrentarnos a lo largo del camino. Esta tarde de abril, el viento ha soplado por última vez en el corazón de ese cantante inmenso, que solo necesitaba un piano para detener el tiempo allende Galicia. Pero no estoy triste porque sé que a partir de mañana el estará comenzando a vivir la otra mitad de su vida. Simplemente está de regreso de su viaje de ida, adentrándose en la mitad de su muerte. Su paso por nuestras vidas no deja indiferentes a los que hemos dado gracias a la vida por haber tenido el privilegio de haber soñado junto a él caminos de la tarde. Quizá las nuevas generaciones no sepan quién fue este cantautor vestido de negro que nos prestó sus canciones para que las lleváramos en nuestro equipaje de mano. Tan de andar por casa que nos parece que sus letras no son de nadie, que están ahí desde siempre para contarnos la vida en apenas tres minutos. Él, que se autorretrató diciendo que no era de aquí ni de allá, que no tenía edad ni porvenir, se equivocó. Su muerte nos deja huérfanos de sentido común porque Cortez era la viva imagen de la sencillez de las cosas indispensables. Del perro, del árbol, del abuelo, del padre ausente. Que se detengan los caminos para despedir al amigo que se va. @layoyoba

viernes, 7 de septiembre de 2018

La jaula de oro


19/01/2018 - 
Ella siempre ha vivido en la calle real, esa arteria neurálgica donde se alzaban las viviendas principales en todos los pueblos antes de que la clases acomodadas migraran paulatinamente a las afueras. Su casa se abre de par en par desde bien temprano, por eso el día que ese ritual matutino se retrasa, el vecindario se alarma, golpea la puerta principal y la falsa, la llaman a gritos desde la calle y si no hay respuesta avisan a los familiares más cercanos para encontrar el motivo de la ausencia. Cuando comenzó a vivir sola se colgó en el cuello el cordón de la teleasistencia junto a la medalla de la virgen a la que venera. Es creyente, pero no tanto como para confiar ciegamente en la protección divina. Tiene los problemas de movilidad funcional que acarrean los años y algunos traumatismos antiguos, la vista un tanto maltrecha, y empieza a estar dura de oído pero se enorgullece de mantener la cabeza bien puesta en su sitio. Eso es lo que más teme. Perder el norte, encontrarse a la deriva en un cuerpo que ya no pueda controlar, depender de la voluntad de otros y no poder seguir ejerciendo como reina de su casa. Todo lo demás tiene arreglo. Las vecinas le traen el pan, las medicinas y las noticias. Casi siempre noticias malas. De muertes, accidentes, ingresos hospitalarios, separaciones o trifulcas variopintas. Su cocina en invierno y la puerta de su casa en verano son como un telediario o un magacín televisivo por donde pasa la vida. La vida propia y la de los demás. El infoentretenimiento se inventó en los pueblos tomando el fresco.  Por eso, como un remedo de Paco Martínez Soria, la ciudad no está hecha para ella. Habla demasiado alto, camina demasiado lento y saluda a los desconocidos como si fuera a verlos dentro de un rato. Pero en la capital están sus hijos y sus nietos así que, de tanto en tanto, se pone el equipo de desplazada, prepara su botiquín ambulante, activa el teléfono móvil en modo cordón umbilical, la tajeta dorada, y se prepara para viajar hasta el infinito o más allá. Detesta vivir en una urbanización donde muchos vecinos no le dan los buenos días cuando se cruzan con ella en su peregrinación diaria a santa Mercadona. El supermercado se convierte en su hábitat natural, un sucedáneo de la plaza de su pueblo. Va cada mañana. La compra es lo de menos porque normalmente trae cosas prescindibles o repetidas que luego no caben en el frigorífico. Pero necesita la presencia humana a su alrededor aunque sea entre los lineales de comida para perros o esperando en la cola de la caja. La familia anda en sus quehaceres y no le dan mucha conversación así que traba amistades esporádicas con los vecinos en el ascensor. Luego vuelve a casa con información actualizada sobre los habitantes de cada piso a los que recuerda de un año para otro. En eso está bien entrenada. Es la mejor. “El vecino del tercero, el de los pantalones cortos que se sentaba siempre debajo del árbol en la piscina, se murió en Navidad. Le dio un infarto y no le dio tiempo ni a llegar al hospital, con lo cerca que lo tiene. Me lo ha dicho su mujer. La he visto entrando sola en el portal y le he preguntado por el marido. Sus hijos quieren llevársela pero ella prefiere seguir aquí. Le he dado el pésame en tu nombre porque seguro que ni te habrás enterado. Llevas veinte años viviendo aquí y no conoces a nadie. Esto es como una jaula de oro”. @layoyoba

29/12/2017 - 
Viajar casi mil kilómetros y cuarenta años atrás en unos pocos días solo se puede hacer en Navidad. Es un ejercicio de nostalgia compartida que sirve para volver a armar el puzzle de la infancia que quedó arrinconado entre libros de texto, diarios inacabados y amores adolescentes. Una excursión al pasado para comprobar si "nosotros, los de entonces" seguimos siendo los mismos.
La puerta de acceso a ese Jumanji fue una convocatoria de whatsapp para todos los que cursábamos octavo de EGB en el colegio del pueblo el año que se murió Franco. Entre los asistentes había de todo, los que se ven todos los días y los que hace toda una vida que no se ven. A simple vista, el paso del tiempo es incontestable. Los tintes de peluquería, las canas y las alopecias han tomado el relevo a las trenzas y a las melenas. Tampoco nos quedan restos de Clearasil en las mejillas, pero seguimos recordando nuestros nombres y apellidos, el día del cumpleaños y detrás de quién nos sentábamos en clase. Entonces comienza a surgir un relato coral, contado a muchas voces y muchas risas, que desbroza la memoria agazapada tras las telarañas del tiempo. Y empiezan a aparecer los fantasmas. El de doña Angelita, la maestra beata que nos castigaba con los brazos en cruz, biblias sobre las manos y garbanzos bajo las rodillas.

La que apuntaba en una libreta quién asistía a misa los domingos y castigaba sin recreo a las que faltaban. La que nos tiraba de la lengua y de las faldas. La misma a la que nos obligaron a besar en la frente cuando ya se encontraba de cuerpo presente. Aparecen las tardes jugando a los cromos que guardábamos en cajas de Nivea. Los tacones fabricados con latas pegadas a los zapatos con el alquitrán de la carretera. Aquella excursión de fin de curso donde nos aprendimos de memoria todo el repertorio de Camilo Sesto. Las reuniones de Navidad donde nos pegábamos como lapas a otros cuerpos adolescentes haciendo como que bailábamos mientras nos susurraban Manolo Otero y Jane Birkin. Los homenajes a la bandera y el rosario de los sábados por la mañana. La formación con el brazo extendido sobre el hombro del compañero antes de entrar a clase en fila india. Las tablas de gimnasia en la plaza del pueblo con una falda pantalón azul marino y una camisa blanca que olía a hierba del patio. El primer cigarrillo que nos costó la expulsión a media clase y la bofetada paterna que aún escuece en la memoria. La revelación del secreto de quién se chivó al maestro. Las risas de los niños que nos gritaban "caicai, caicai", como si fuéramos perros apaleados cuando volvimos a las aulas. Los baños veraniegos en la única playa fluvial que teníamos, la Costa de la Bellota. Las limetas de la peña cuando cerraba la discoteca. Los bollos dormidos horneándose en la fábrica de Chochero y ese jardín aledaño con sus rosas de pitiminí. Los teatros infantiles donde recitábamos la tabla de multiplicar para simular conversaciones en segundo plano. Las primeras compresas, gordas como pañales, que no te permitían cerrar las piernas y voceaban que te habías hecho mujer. El castigo de copiar diez veces el cuento de "Las cabritas del señor Seguín" que aparecía en el libro de Senda. Los amoríos de los profesores, los primeros ensayos de besos de película, los complementos indirectos, los verbos irregulares, las despedidas.
Nunca he sido partidaria de estos encuentros por miedo a adulterar la esencia de lo que fuimos. Es un salto al vacío con la incertidumbre de no saber si nos gustará lo que encontremos en el fondo del abismo. Pero cuando descubres que eres una de las cabritas del señor Seguín que se escapó al monte en busca de libertad y no se dejó comer por el lobo, ya sabes que puedes regresar cuando quieras. Que todo está en su sitio.

Olmos reverdecidos


15/12/2017 - 
“Necesito una pastilla para ponerme a funcionar”, cantaba Martirio en los años ochenta en un disco rompedor que se titulaba Estoy mala. “Mala mala de acostarme”, canturreba por aquel entonces una servidora cuando no consumía más pastillas que las “pastis” que servían para muchas cosas menos para acostarse. Y de pronto, sin apenas darte cuenta, llega un momento en que la farmacopea se instala en tu vida y descubres que tienes más amigos en la botica que en el bar. El cuentaquilómetros entra en una fase crítica, las bujías corporales se resienten y la carrocería delata tus muchos años de carretera. Hay días que una se levanta con frases lapidarias como “esto no me había pasado a mí nunca” y te la apuntas para el epitafio. Todo es nuevo. Las mamografías, los triglicéridos, la osteoporosis, la menopausia, la hipertensión, las canas. El armario del baño está neurótico perdido. Los tampax dejan espacio libre para que quepan las tenalady, los comprimidos de Monurol han sustituido a los anticonceptivos y las cremas reafirmantes y antiarrugantes se reproducen como conejas en el neceser. Los pelos se desplazan por tu anatomía en una singular reinterpretación del Principio de Conservación de la Energía. Ni se crean ni se destruyen, solamente se transforman y emigran de unas cavidades pilosas a otras sin permiso de nadie y sin remedio. La memoria te juega malas pasadas. Te boicotea los nombres cotidianos, los discursos estudiados, los recuerdos de esa misma mañana, pero te asalta de improviso con imágenes perdidas del parvulario o canciones de Karina, que son las únicas de las que aún recuerdas la letra íntegramente. Sin embargo, aprendes a disimular los olvidos imperdonables porque ya tienes tablas con eso de las perífrasis verbales para dar el pego. Te agencias unas gafas de diseño con luces largas y cortas en el mismo pack. Ocultas las malas noches con una buena capa de pintura y encaras una jornada que ya no comienza llevando a la niña al colegio. Ahora solo le gritas desde la cocina para que se levante y no llegue tarde a la universidad porque hace tiempo que hay otra mujer joven en casa que empieza a parecerse mucho a ti. En lo bueno y en lo malo.  Aunque se niegue a reconocerlo. Igual que cuando yo pensaba que Martirio hablaba sobre mi madre y no sobre mi.  El pilates, la sacarina, las cápsulas de hierro, las almohadas cervicales y las sesiones de menopáusicas sin fronteras con tus amigas coetáneas  te ayudan a convertir la cima de la cincuentena en una meseta estable y fértil donde puede crecer de todo. Incluso el amor. Porque es en los territorios más agrestes donde florecen las edelweis o las rosas del desierto, aunque sean de arena petrificada. Amores que se fraguan sobre cimientos solventes con tendencia a perpetuarse. Amores para sellar pasaportes por medio mundo sin prisas para regresar. Amores libres de hipotecas. Tierras reconquistadas al barbecho para dar fe de que “qualsevol nit pot sortir el sol”. Amores que nos convierten en olmos reverdecidos a no importa qué edad, como aquel milagro de la primavera. Ustedes perdonen mi regalo de cumpleaños.
 @layoyoba

Tomates rosas de Altea


24/11/2017 - 
Si alguna vez montas un negocio, que no sea una frutería, me decía siempre mi madre. Deja poco margen de beneficio y se desperdicia mucho género. Ella sabía de lo que hablaba porque se había críado detrás de un mostrador. El mismo en el que me crió a mi. Las frutas y las verduras son muy desagradecidas, sobre todo los tomates que se pudren solo con mirarlos.  Aguantan mal los toqueteos de la clientela, los baches de carreteras infames y el calor. Con el frío había más ganancias pero también menos variedad. Por eso, en verano, el señor Tavira venía los martes y los sábados y en invierno sólo los sábados. El camión de la fruta era de los primeros en llegar a la tienda con su cargamento repartido en cajones de madera, de esos que ahora se llaman vintage. Aparcaba en la esquina y tocaba el claxon para que saliera mi madre a ojear la mercancía, a olerla, a degustarla y a negociar un precio razonable que luego pudiera vender a sus clientas sin esquilmarles los bolsillos. Eso suponía, a veces, comprar más de lo necesario para ofrecer precios competitivos arriesgándose a perder el género. En casa solíamos sanear lo que ya no se podía vender. No está malo, solo está feo, repetía mi madre con más razón que un santo.  En nuestra tienda no solo se despachaban frutas y verduras. Era un hipermercado en miniatura que contenía toda clase de ultramarinos, droguería, lencería, zapatería, juguetería, papelería, artículos de regalo y ferretería. Si alguna vez montas un negocio, que sea una ferretería. Ahí no hay desperdicios que valgan, nada pasa de moda. Si no se venden hoy ya se venderán mañana. Invertir en tornillos es como invertir en oro. Sin embargo, a pesar de esas lecciones magistrales de mi infancia, mi madre nunca quiso para mi un negocio donde tuviera que lidiar con un público, muchas veces ingrato, que devolvía sandías o melones si no eran de su agrado. Menos mal que las gallinas no le hacían ascos a nada y se críaban lozanas como señoronas de postín.
No sé si los dueños de mi frutería de cabecera tienen gallinas. Lo que sí tienen es el olfato bien entrenado para un negocio que está renaciendo de sus cenizas por mucho que reniegue mi madre. Cuando quiero activarme el hipotálamo me sumerjo en La Alquería, la frutería del barrio, cojo el canasto de mimbre y me meto de lleno en un bodegón multicolor, un escaparate de sabores donde el  pasado dialoga con el futuro en todos los idiomas del mundo.  Si el señor Tavira levantara la cabeza y viera tomates con nombre y apellidos... Tomates rosas de Altea, de mar azul, tomates pimiento, mutxameleros, raft, tomates cherry. Coliflores y brócolis que recorren todas las tonalidades del pantone. Cerezas del hemisferio donde sea verano compartiendo espacio con setas venidas de cualquier otoño. Y entre tanto exotismo, el marchamo de la tierra: zanahorias moradas, alficoces o garrafons. La Alquería es la joya de la corona de la señora Carmen “la camisó” y de Enrique “l’obrera”, unos mutxameleros que se pasaron la vida trajinando entre la huerta y el mercado. Hoy toda su familia vive del empeño por mantener el sello de calidad que heredaron de sus padres. Aquí no existe el peligro de que devuelvan sandías. El único riesgo consiste en llenar la nevera más allá de las necesidades y rascarse el bolsillo por encima de nuestras posibilidades. En un mundo de sabores plastificados donde los productos maduran en cámaras ultracongeladoras, el sentido del gusto está seriamente amenazado. Por eso, encontrar un lugar donde te mimen la pituitaria amarilla, te devuelvan a la cocina de tu madre y te hablen en un delicioso valencià de Mutxamel, es casi un milagro. Y los milagros no tienen precio. @layoyoba

Un monumento para La Manada


17/11/2017 - 
El sueño de cualquier mujer es que nos violen en manada. No uno ni dos ni tres ni cuatro, sino cinco. Y todos a la vez. Eso lo sabe cualquiera que conozca mínimamente cómo funciona el deseo femenino. Somos insaciables en la cama, en la era o en cualquier triste portal. Para darnos lo nuestro no tenemos bastante con un solo rabo por muy habilidoso que sea. Lo pregonan todas las pelis pornos con las que los fuckers aprenden, a modo de tutorial, cómo saciar a una auténtica hembra. Nos lo comemos todo. A cualquier hora. Llevamos el clítoris en la garganta, como Linda Lovelace, a quien consideramos nuestra musa, la maestra a la que quermos emular. No necesitamos ni respirar porque la pasión nos devora. Como fieras que somos, ojalá tuviéramos más de una boca para realizar varias felaciones simultáneas que es lo nos gusta de verdad. Adoratrices de falos. Eso es lo que somos. Arrodilladas ante esos altares púbicos donde se yerguen los objetos de nuestras pasiones más íntimas, la más inconfesables.
Demos las gracias por los efluvios que se desprenden de las entrepiernas masculinas tras una noche de borrachera y después de haber meado por todas las esquinas. Bendigamos a nuestro señor por los alimentos recibidos. Por esas dosis de esperma que siempre nos saben a poco y que nos dejan la piel como una seda. Venga, ahora otro. Con sabor a cocacola, si es posible, que los de cerveza ya los hemos catado. Hagan cola señores, pero no se desesperen que hay para todos. Mientras les toca su turno pueden ir explorando otras vías alternativas. La vaginal y la rectal son más innacesibles pero ya hacemos nosotras un buen escorzo para que nos penetren por delante y por detrás. No saben la gozada que es sentirse taponada por todos los orificios corporales. Tendríamos que pagar por ello. Cuando se lo contemos a nuestras amigas no se van a creer la suerte que hemos tenido. Cinco tiarrones como cinco soles desviviéndose por ponermos mirando a Cuenca.
Deberíamos inmortalizar la proeza de estos seres abnegados para poder demostrar que no fue un sueño. Que alguien nos grabe un video, por favor. Vamos a ser la envidia de España. Pasarán años antes de que volvamos a experimentar una sensación parecida porque la mayoría de los maromos con los que vamos son unos blandengues que se entretienen en minucias. Que si un besito por aquí, que si una caricia por allá. Vamos, que se distraen con los preámbulos intentando seducirnos al ralentí cuando a nosotras lo que nos pone de verdad es meter la quinta. Qué desperdicio de tiempo. Y encima nos racionan el fornicio y nos quieren en exclusiva para ellos solos. Qué falta de productividad sexual, con lo multiorgásmicas que somos. Cuando ellos se van, nosotras ya hemos ido y vuelto varias veces. Si no lo hacemos más es porque estamos desentrenadas,  que por capacidades no será. No lo decimos nosotras. Lo dicen en el forocoches.
Así que, ustedes me perdonarán si no me sumo a la lapidación colectiva que están sufriendo esos pobres chicos que se juegan su libertad por haber hecho pasar a una adolescente el mejor rato de su vida. Pues claro que era sexo consentido, ¿quién podría negarse a un festín carnal como ese? Quienes lo critican no saben lo que se pierden. Un monumento tendrían que hacerles a estos de La Manada. Por machos y por generosos. Si acaso, solo les pongo un pero. Llevarse el teléfono. Eso no se hace. Caca. 
@layoyoba

El Golpe: la película


10/11/2017 - 
Hace ya más de un año que en @alicanteplaza me preguntaron cuándo prefería que se publicara mi columna de opinión. Los viernes, respondí sin pensarlo demasiado. Me gustan los viernes como puerta de entrada al fin de semana. Ya contaba con que mi jornada de reflexión sería los jueves para ajustarme lo más posible a la actualidad. Pero erré en mis cálculos porque hace semanas que el vértigo informativo se ha trasladado a los jueves y me impide estar al mismo tiempo en el plato y en las tajadas. Que si Puigdemont calibra convocar elecciones autonómicas o la independencia. Que si la jueza Lamela decide enviar a medio Govern a prisión preventiva. Que si el Tribunal Supremo hace lo mismo, o no, con la mesa del Parlament. Así no hay manera, oiga. Y encima, va Rajoy y también convoca las elecciones catalanas un jueves. 
Así, pensando en los malditos jueves, a una le da por pensar si la trama política de este país no estará siguiendo a rajatabla el argumento berlanguiano de “Los jueves, milagro”. Incluso han elegido ese día de la semana para las apariciones milagrosas que buscan entontecer un pueblo a base de fuegos de artificio y viejos trucos de prestidigitador. La intención de hacer aparecer a San Dimas era buena pero estaba basada en una mentira.  Y de pronto, hablando de mentiras creíbles, me viene a la mente otra película, “El Golpe”, en la que también se ficciona la realidad con el propósito de dar un escarmiento a los mafiosos usando sus mismas triquiñuelas.  Pónganle ustedes al Procés la música de piano de Scott Joplin y sigamos para óscar. Veamos. El argumento de “El Golpe” se desarrolla en una época de postdepresión económica donde los timos se han institucionalizado sin que nunca pase nada: la amnistía fiscal, la Gurtel, el 3%, los ERE, los papeles de Panamá, los papeles del Paraíso...¿seguimos? Las estafas están tan extendidas que quien no trinca es un don nadie. En este contexto aparecen dos personajes revestidos de Robin Hood que bajo la consigna de “Espanya ens roba” lideran una cruzada nacionalista contra un poder central corrompido hasta los tuétanos. No sabemos si pretenden devolver el dinero a los pobres pero con la sola pretensión de desplumar a los corruptos y sacar a la luz sus mezquindades  ya les vale para empatizar con un pueblo huérfano de héroes. Su caracterización de hombres buenos se fragua sobre un escenario de no violencia, una “revolució dels sonriures” muy fácil de comprar. 
Y luego está la puesta en escena. Un trabajo teatral magnífico, con un guión elaboradísmo, actos milimetrícamente diseñados para que no decaiga el interés mediático y de público, con un gran reparto de actores principales y secundarios y unos extras abnegados a quienes han convencido de que el éxito de la película depende de ellos. Incluso han incluido en el guion giros inesperados llenos de matices que cada cual interpreta a su manera. La declaración virtual de independencia, su inmediata  suspensión, las peleas entre los “protas”, el reparto de papeles “tu a Bruselas, yo a Estremera”...  Un espectáculo de prestidigitación cinematográfica donde no falta el dramatismo, la acción, el humor y las canciones memorables de Llach o María del Mar Bonet. Lo único que falla es el diálogo. Así pues, enfrascados como estamos en esta producción de ficción política de alto nivel interpretativo, de dirección y montaje, que no nos deja ni pestañear, sospecho que al final no tendremos milagro sino sorpresa. Y miren qué insulsa es una que no puedo dejar de pensar a quién le doy el papel de Paul Newman y quién hace de Robert Redford. Así es “El Golpe”. Hagan sus apuestas. @layoyoba