viernes, 7 de septiembre de 2018


29/12/2017 - 
Viajar casi mil kilómetros y cuarenta años atrás en unos pocos días solo se puede hacer en Navidad. Es un ejercicio de nostalgia compartida que sirve para volver a armar el puzzle de la infancia que quedó arrinconado entre libros de texto, diarios inacabados y amores adolescentes. Una excursión al pasado para comprobar si "nosotros, los de entonces" seguimos siendo los mismos.
La puerta de acceso a ese Jumanji fue una convocatoria de whatsapp para todos los que cursábamos octavo de EGB en el colegio del pueblo el año que se murió Franco. Entre los asistentes había de todo, los que se ven todos los días y los que hace toda una vida que no se ven. A simple vista, el paso del tiempo es incontestable. Los tintes de peluquería, las canas y las alopecias han tomado el relevo a las trenzas y a las melenas. Tampoco nos quedan restos de Clearasil en las mejillas, pero seguimos recordando nuestros nombres y apellidos, el día del cumpleaños y detrás de quién nos sentábamos en clase. Entonces comienza a surgir un relato coral, contado a muchas voces y muchas risas, que desbroza la memoria agazapada tras las telarañas del tiempo. Y empiezan a aparecer los fantasmas. El de doña Angelita, la maestra beata que nos castigaba con los brazos en cruz, biblias sobre las manos y garbanzos bajo las rodillas.

La que apuntaba en una libreta quién asistía a misa los domingos y castigaba sin recreo a las que faltaban. La que nos tiraba de la lengua y de las faldas. La misma a la que nos obligaron a besar en la frente cuando ya se encontraba de cuerpo presente. Aparecen las tardes jugando a los cromos que guardábamos en cajas de Nivea. Los tacones fabricados con latas pegadas a los zapatos con el alquitrán de la carretera. Aquella excursión de fin de curso donde nos aprendimos de memoria todo el repertorio de Camilo Sesto. Las reuniones de Navidad donde nos pegábamos como lapas a otros cuerpos adolescentes haciendo como que bailábamos mientras nos susurraban Manolo Otero y Jane Birkin. Los homenajes a la bandera y el rosario de los sábados por la mañana. La formación con el brazo extendido sobre el hombro del compañero antes de entrar a clase en fila india. Las tablas de gimnasia en la plaza del pueblo con una falda pantalón azul marino y una camisa blanca que olía a hierba del patio. El primer cigarrillo que nos costó la expulsión a media clase y la bofetada paterna que aún escuece en la memoria. La revelación del secreto de quién se chivó al maestro. Las risas de los niños que nos gritaban "caicai, caicai", como si fuéramos perros apaleados cuando volvimos a las aulas. Los baños veraniegos en la única playa fluvial que teníamos, la Costa de la Bellota. Las limetas de la peña cuando cerraba la discoteca. Los bollos dormidos horneándose en la fábrica de Chochero y ese jardín aledaño con sus rosas de pitiminí. Los teatros infantiles donde recitábamos la tabla de multiplicar para simular conversaciones en segundo plano. Las primeras compresas, gordas como pañales, que no te permitían cerrar las piernas y voceaban que te habías hecho mujer. El castigo de copiar diez veces el cuento de "Las cabritas del señor Seguín" que aparecía en el libro de Senda. Los amoríos de los profesores, los primeros ensayos de besos de película, los complementos indirectos, los verbos irregulares, las despedidas.
Nunca he sido partidaria de estos encuentros por miedo a adulterar la esencia de lo que fuimos. Es un salto al vacío con la incertidumbre de no saber si nos gustará lo que encontremos en el fondo del abismo. Pero cuando descubres que eres una de las cabritas del señor Seguín que se escapó al monte en busca de libertad y no se dejó comer por el lobo, ya sabes que puedes regresar cuando quieras. Que todo está en su sitio.

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