viernes, 7 de septiembre de 2018

Tomates rosas de Altea


24/11/2017 - 
Si alguna vez montas un negocio, que no sea una frutería, me decía siempre mi madre. Deja poco margen de beneficio y se desperdicia mucho género. Ella sabía de lo que hablaba porque se había críado detrás de un mostrador. El mismo en el que me crió a mi. Las frutas y las verduras son muy desagradecidas, sobre todo los tomates que se pudren solo con mirarlos.  Aguantan mal los toqueteos de la clientela, los baches de carreteras infames y el calor. Con el frío había más ganancias pero también menos variedad. Por eso, en verano, el señor Tavira venía los martes y los sábados y en invierno sólo los sábados. El camión de la fruta era de los primeros en llegar a la tienda con su cargamento repartido en cajones de madera, de esos que ahora se llaman vintage. Aparcaba en la esquina y tocaba el claxon para que saliera mi madre a ojear la mercancía, a olerla, a degustarla y a negociar un precio razonable que luego pudiera vender a sus clientas sin esquilmarles los bolsillos. Eso suponía, a veces, comprar más de lo necesario para ofrecer precios competitivos arriesgándose a perder el género. En casa solíamos sanear lo que ya no se podía vender. No está malo, solo está feo, repetía mi madre con más razón que un santo.  En nuestra tienda no solo se despachaban frutas y verduras. Era un hipermercado en miniatura que contenía toda clase de ultramarinos, droguería, lencería, zapatería, juguetería, papelería, artículos de regalo y ferretería. Si alguna vez montas un negocio, que sea una ferretería. Ahí no hay desperdicios que valgan, nada pasa de moda. Si no se venden hoy ya se venderán mañana. Invertir en tornillos es como invertir en oro. Sin embargo, a pesar de esas lecciones magistrales de mi infancia, mi madre nunca quiso para mi un negocio donde tuviera que lidiar con un público, muchas veces ingrato, que devolvía sandías o melones si no eran de su agrado. Menos mal que las gallinas no le hacían ascos a nada y se críaban lozanas como señoronas de postín.
No sé si los dueños de mi frutería de cabecera tienen gallinas. Lo que sí tienen es el olfato bien entrenado para un negocio que está renaciendo de sus cenizas por mucho que reniegue mi madre. Cuando quiero activarme el hipotálamo me sumerjo en La Alquería, la frutería del barrio, cojo el canasto de mimbre y me meto de lleno en un bodegón multicolor, un escaparate de sabores donde el  pasado dialoga con el futuro en todos los idiomas del mundo.  Si el señor Tavira levantara la cabeza y viera tomates con nombre y apellidos... Tomates rosas de Altea, de mar azul, tomates pimiento, mutxameleros, raft, tomates cherry. Coliflores y brócolis que recorren todas las tonalidades del pantone. Cerezas del hemisferio donde sea verano compartiendo espacio con setas venidas de cualquier otoño. Y entre tanto exotismo, el marchamo de la tierra: zanahorias moradas, alficoces o garrafons. La Alquería es la joya de la corona de la señora Carmen “la camisó” y de Enrique “l’obrera”, unos mutxameleros que se pasaron la vida trajinando entre la huerta y el mercado. Hoy toda su familia vive del empeño por mantener el sello de calidad que heredaron de sus padres. Aquí no existe el peligro de que devuelvan sandías. El único riesgo consiste en llenar la nevera más allá de las necesidades y rascarse el bolsillo por encima de nuestras posibilidades. En un mundo de sabores plastificados donde los productos maduran en cámaras ultracongeladoras, el sentido del gusto está seriamente amenazado. Por eso, encontrar un lugar donde te mimen la pituitaria amarilla, te devuelvan a la cocina de tu madre y te hablen en un delicioso valencià de Mutxamel, es casi un milagro. Y los milagros no tienen precio. @layoyoba

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