viernes, 8 de noviembre de 2013

País de cobardes










Vivo en un país de cobardes.
Cobardes los trabajadores de la banca que sabiendo el daño que infligían a los ciudadanos vendiéndoles acciones preferentes no hicieron nada por avisar a tiempo de esa tropelía que tanto daño ha causado.
Cobardes las mujeres asesinadas por no denunciar a tiempo a sus maltratadores.
Cobardes los sanitarios que han aceptado las normas de sus superiores y no atienden a inmigrantes irregulares.
Cobardes los trabajadores de la economía sumergida que no denuncian a los patrones que los ocultan en talleres inmundos, les pagan salarios de esclavitud y no les dan de alta en la seguridad social.
Cobardes todos los periodistas que defendieron y defienden la teoría de la conspiración detrás del atentado del 11-M, en contra de la sentencia de los tribunales y, seguramente, de sus propias convicciones.
Cobardes los trabajadores de RTVV, de Tele Madrid, de TVG, de TVE y tantas otras, por no sublevarse ante las directrices ideológicas que trufan muchas de las informaciones que emiten, a sabiendas de que no están contando toda la verdad.
Cobardes todos aquellos ciudadanos que dan mayorías absolutas una y otra vez a partidos corruptos y luego esperan que aparezcan héroes para que los salven de la podredumbre que ellos mismos han votado.
Me indigna escuchar cómo llaman cobardes impunemente a los trabajadores de RTVV por no haber levantado antes la voz. Miren a su alrededor, cuenten los cobardes con los que conviven y anímenlos a denunciar en voz alta la corrupción que les rodea. Luego, salgan a las calles y griten. Si lo hacen, tendrán mi respeto para siempre. Pero si no se atreven, cállense y no pidan actos heroicos al vecino.
Ustedes también son unos cobardes.

sábado, 22 de junio de 2013

El poder de las minúsculas


Hoy quiero reflexionar en voz alta y hacerles partícipes de esta sensación de vértigo que me produce hilvanar los pensamientos y dejarlos que discurran cerebro afuera. Los días que aún me planteaba de qué quería hablar, le leía a mi hija antes de dormir pasajes del Pequeño Príncipe, un libro de esos de lectura obligatoria durante mi adolescencia y que oculta muchos más secretos de los que una puede descubrir a los quince años.

Decía el piloto que dibujaba boas con elefantes en su interior que las personas mayores no desean conocer la esencia de las cosas. Que cuando haces un nuevo amigo no te preguntan por el color de sus ojos ni por el timbre de su voz. Sólo quieren saber cuántos años tiene, cuántos hermanos y cuánto gana su padre. Si decimos que tenemos una casa bella cuajada de rosales, con geranios en las ventanas y palomas sobre el tejado, nos preguntarán cuánto nos ha costado y solo entonces dirán: “qué bonita”.
Antoine de Sant Exupery hablaba de “personas mayores” pero yo comenzaba a vislumbrar el discurso androcéntrico de una sociedad que se mueve alrededor de cifras, de tantos por ciento y que entiende el progreso sólo de dos maneras: aritmética o geométricamente. Una sociedad que aceptaría la existencia del principito si le decimos que proviene del asteroide B 612. Lo esencial continúa siendo invisible para los ojos.

Y de pronto recordé lo que escuché decir en una ocasión a Victoria Sau, una señora de mente lúcida y verbo claro, que ha sido capaz de escapar al discurso oficial que rige nuestras vidas y ver el mundo con perspectiva de mujer. Tuve el privilegio de escucharla en Madrid, en un congreso de mujeres y comunicación. Dijo, así como de pasada, que sería imposible vivir en un mundo donde la única manera de comunicarse fuera la de los varones.

Informaciones que ellos generan, interpretan, transmiten y que todos consumimos. Pero sería del todo inviable construir una vida sin conocer los pormenores de nuestro entorno. Sin saber si ha muerto el tendero de la esquina, si la vecina del entresuelo se ha divorciado o si van a abrir un supermercado en el barrio y necesitan cajeras. Pareciera que la única información que importa ser transmitida es la que figura bajo los epígrafes de política, economía, judicial, deportiva o Cultura con mayúsculas.
Todos los demás contenidos que llenan y hacen transitable nuestra existencia cotidiana aparecen como accesorios, prescindibles. Todos jugamos a este juego antiguo; las mujeres también. Tras siglos de silencio hemos aprendido mucho. Que esas son las reglas y si queremos participar en la partida, las hemos de acatar.
Pero tenía razón Victoria Sau. El mundo no se puede entender ni disfrutar con ese tipo de comunicación sesgada.

Los datos del IPC serán muy importantes, pero lo que realmente quieren decir es que han subido los libros del colegio de los niños y que el precio de las alcachofas se ha disparado por las heladas de enero. Dicho así parece un tema menor, charlas de mercado. Si el Banco Central Europeo decide subir el precio del dinero y el euribor se incrementa dos décimas, nosotras traducimos: pagaremos más por la hipoteca.
Si la OPEP recorta las exportaciones petrolíferas, gran titular de economía, lo que nosotras entendemos es que subirá la luz y que con treinta euros de gasolina no pasaremos la semana. Si televisan la final de la Champions: ya podemos ir haciendo planes para el miércoles. La información es la misma, sólo la lectura es diferente, cercana, con nombres y apellidos.

No son necesarios los neologismos ni los discursos grandilocuentes que la mayoría de las veces sólo esconden ignorancia. Una vez, un prestigioso economista que nos impartía un curso de lenguaje económico para periodistas nos dijo que la sencillez es un enemigo mortal para los presuntuosos. Que si alguien no tiene nada que decir o no sabe lo que dice, lo envuelve en multitud de oraciones subordinadas, aleja premeditamente el sujeto del predicado, lo disfraza de discurso pretencioso y oculta su ignorancia tras un argot ininteligible.

A estos oradores de mayúsculas se les desarma con la simplicidad de lo cotidiano. Un lenguaje que nosotras manejamos muy bien y que, desgraciadamente, no somos conscientes de su valor, del poder de las minúsculas.
Son esas letras minúsculas, las grandes ausentes de la historia del mundo, las que le dan el auténtico sentido a nuestras vidas. Esas letras minúsculas que no aparecen en los textos de la historia oficial. Que nunca ganaron guerras ni colonizaron continentes ni usurparon tronos ni fundaron religiones.
Pero son precisamente esas minúsculas, las que se escriben con caligrafía dispar, con acentos y diéresis, las que pueblan el mundo, las que paren héroes, fraguan rebeliones y alimentan a las tropas. Las que siembran y recogen cosechas, las víctimas de todas las tropelías que engrandecen a capitanes y monarcas, las que saben a ciencia cierta, y hasta con decimales, lo que cuesta ganarse el pan con el sudor de la frente. Las que han aprendido a leer entre líneas mucho antes que a leer entre libros. Las que pierden la virginidad junto con el apellido. Las que llevan arrugas tatuadas en la piel. Las bases de todas las torres.

Esas son las constructoras de este mundo con minúsculas que yo reivindico hoy. Fíjense en las mayúsculas. Todas letras igualitas, de la misma altura, cortadas por el mismo patrón. No hay diferencias después del punto, todas se escriben hacia arriba, con cajas altas. Letras de titulares, letras para miopes.
Y nosotras, con nuestras minúsculas. Con nuestras bes bien arriba y nuestras pes bien abajo. Con nuestros puntos sobre las jotas y sobre las íes, nuestras variedades de aes y de eses. Las que vivimos como escribimos, en minúsculas, nos dejamos ver el alma en nuestra caligrafía.

Pero, desgraciadamente, hace poco que hemos empezado a formar parte de la historia del mundo. Hace poco que hemos tomado conciencia de la importancia de la letra pequeña, esa que hay que leerse bien despacio para que no nos tomen el pelo. La letra menuda que pone todos los matices. Hay que leer mucho y mirar con otros ojos para darse cuenta de que en un texto, como en la vida, por cada letra mayúscula que encabeza un párrafo, hay cientos de minúsculas que en realidad son las que cuentan la historia y sus pormenores.

Decía una profesora mía que las mujeres, los niños, los negros y los pobres somos las víctimas de la Historia, con mayúsculas. Debe de ser por eso que la palabra víctima es femenina. Hoy estoy contenta de de asistir a esta entrega de premios donde las mujeres han tomado la palabra.
Hace tres años que soy jurado de este premio y por delante de mis ojos he visto desfilar muchos corazones ataviados solamente con palabras. He leído historias antiguas, de viajes sin regreso, de soledades irreparables. He conocido mujeres fuertes que sabían barruntar tormentas en ojos ajenos, que amaban a hombres que nunca lo supieron, que vivieron con hombres que nunca las amaron.
Entre mis dedos han quedado restos del color del azafrán que empaquetaban, del esparto de sus alpargatas y de la arena de su primera playa. He reído con aventureras de salón, con robinsonas de sí mismas y neuróticas de fin de semana. Me han enternecido en su lucha cotidiana contra los espejos, contra hijos que nunca acaban de crecer y amantes incapaces de conjugar el tiempo futuro de los verbos.
Me han enseñado a sus abuelos que crearon nuevas estirpes allende los océanos y he sentido todo el dolor que produce el silencio, la vuelta a la nada, el miedo que revienta en cardenales. Las mujeres han hablado mucho de sí mismas, de lo que quisieron ser y no fueron, de lo que son pero no desearon ser, de lo que están empezando a ser y de lo que nunca serán.
La palabra ser, que es al mismo tiempo verbo y sustantivo, está muy presente en las narraciones de las mujeres que podido leer. Muchas, la mayoría, estoy segura de que hablaban de ellas mismas. Otras se escapaban en almas ajenas, en cuerpos ajenos que gozaban mucho más de lo que les han enseñado a disfrutar. Algunas han mostrado un ácido sentido del humor, corrosivo hasta en sus últimas voluntades.
Todas, excepto unas cuantas, permanecerán siempre en el anonimato. Pero estas mujeres, muchas de las cuales no llegaron a escribir nunca ni un diario de adolescentes, han perdido el miedo a las palabras y han roto la inmensa cadena que nos ha sumido durante siglos en la inexistencia. Que nos ha convertido en personajes de reparto de una película muda.

Quizá algún día, generaciones venideras encontrarán en un biblioteca los libros que edita la Direcció General de la Dona con los relatos de estas mujeres y puedan volver a revivir lo que sintieron y vivieron aquellas que los escribieron.
Esa sería otra historia paralela, escrita con todas las minúsculas del alfabeto femenino.
(Discurso para la entrega de premios del III Concurs literari de narrativa per a dones)