martes, 7 de abril de 2009

Comando Fiorinal


Han secuestrado y eliminado la Fiorinal Codeína!!!

Miles de personas deambulan de farmacia en farmacia buscando este eficaz talismán analgésico que les combata el dolor, sobre todo el de cabeza. La jaqueca campa a sus anchas, porque, dicen las abonadas a este mal endémico, que esta combinación de paracetamol, ácido acetilsalicílico, cafeína y codeína es el remedio más resultón y barato de toda la farmacología patria. La indignación crece en la red. Hay foros llamando a la revuelta.

Lo peor es la desinformación. Se corrió la voz del desabastecimiento y había peregrinaciones por las farmacias para hacer acopio del medicamento antes de que desapareciera por completo del mercado. Las razones, se ignoran. Si es peligroso, que lo digan porque hay muchos consumidores "enganchados" al Fiorinal desde hace años. Si el problema es el precio, unos tres euros, que lo suban. Si ha de comprarse con receta médica (hasta ahora no lo era), que lo exijan.

Yo aprendí a consumir Fiorinal observando los efectos sobre las jaquecas de mi madre. Es mi arma letal contra el dolor cuando éste toma el timón de mi cabeza. Me gustaría saber si he sido una suicida toda mi vida.


jueves, 2 de abril de 2009

Cuando las campanas doblan por ti


En los pueblos es fácil saber cuándo y dónde ha muerto alguien. Las campanas tocan a duelo, con acordes diferentes según el sexo del finado. Cualquiera en mi pueblo lo sabe, menos yo, que nunca conseguí desentrañar el lamento del campanario. Cuando alguien fallece se pone en marcha una maquinaria social que las mujeres mantienen perfectamente engrasada desde siglos, donde cada cual asume la función que le corresponde para que esa "ceremonia del adiós" transite plácidamente. Las mujeres de la familia se encargan de amortajar al difunto. Le ponen su traje de los domingos, le cierran los ojos y la boca herméticamente, con Superglú si es preciso, le taponan las orejas y las fosas nasales, por si acaso, y le deslizan un rosario entre las manos. Otras veces, ante la dificultad de cambiar el vestuario del muerto, se cubre el cuerpo con un lienzo blanco por el que sólo asoma la cara y se le entierra con la ropa de diario. En cuanto el muerto está presentable, comienza el trasiego en la cocina. Calditos para aguantar la noche en vela, carnes en salsa y tortillas para picar entre llanto y llanto, dulces varíados y café negro. Las vecinas también aportan condumio para alimentar a la famila y los allegados durante los próximos días. De todas es sabido que las lágrimas amargan las comidas y que el dolor es un condimento nocivo que retira las ganas de comer.
El dolor no se esconde. Las puertas del domicilio familiar se abren de par en par. Los lamentos y los vecinos salen y entran. Se llora en voz alta. Se habla en voz baja. La funeraria, siempre forastera, abastece a la casa de sillas plegables para el velatorio. El vecindario retira los muebles que estorban y los guardan en sus casas hasta que la familia regresa del cementerio. Cuando vuelven, las sillas están recogidas, las macetas han vuelto a sus rincones, las mesas ocupan de nuevo el centro del comedor y el sofá permanece vacío y despejado en el lugar que siempre ocupó. Los suelos están limpios y las ventanas abiertas para que se vaya el olor a humanidad y muerte. Apenas queda nada que recuerde la larga noche en la que se ha velado al difunto. Es un trabajo anónimo y femenino, como si decenas de duendes silenciosos se afanaran en limpiar los restos del naufragio familiar que supone la muerte de un ser querido.
Uno de los momentos cumbres del dolor sucede instantes antes de que los empleados de la funeraria cierren definitivamente el ataud. Son los últimos besos, las postreras caricias que no encuentran respuesta. Los muertos se llevan a la tumba la cara húmeda de lágrimas y muchas de las palabras de amor que quizá no pudieron oir en vida. Los hombres se tragan las despedidas en silencio. Las mujeres no. Los amigos introducen sus ofrendas en el féretro, la copa con su nombre que guardaban en el bar de la esquina donde veían los partidos importantes, la camiseta del Real Madrid, un cedé con sus fandangos favoritos... Un ritual que trae aromas del Nilo.
El otro momento estrella es la recogida del pésame en la puerta de la iglesia. El aprecio por el muerto se puede contar en besos y abrazos. Seiscientas treinta y dos personas formaban esa comitiva silenciosa que se arremolinaba en la plaza del pueblo durante el último funeral familiar. Mi tía los contó mientras agradecía uno a una las muestras de cariño. ¡Y no estaban los que ya habían dado el pésame en el velatorio!. Mi pueblo apenas tiene dos mil habitantes.
Los hombres, que no entran en la iglesia, desfilan primero. Las mujeres esperan cuchicheando mientras dura la procesión varonil. Ellas pasan revista a la familia que hace los honores, a los asistentes al funeral y ponen falta a las ausencias. Se cuentan los males personales, se auguran entierros futuros, este marzo cuánta muerte está trayendo, pobrecito si ayer mismo le vi yo sentado en su banco de la plaza, pero es que cuando la muerte te enfila directa no hay nada que la pare...Resignación, que a todos nos va tocando. Estas muertes repentinas son buenas para los que se van pero muy malas para los que se quedan. Te acompaño en el sentimiento, y siguen desfilando...
Al cementerio van los cercanos, a la casa, todos los demás. Días y semanas con la casa llena. De aquellos que viven fuera y no pudieron asistir al funeral, de los familiares que acuden diariamente para compartir el recuerdo, de las vecinas por si se necesita cualquier cosa o por echar el rato. Un ritual de semanas para suavizar el dolor agudo que provoca la ausencia, la hinchazón del alma tras la picadura de la muerte. Hasta que sólo quede la cicatriz.
La mía reverdece cada dos de marzo.