miércoles, 16 de febrero de 2011

La equilibrista


Hace muchos años que Rosa Vegas no se pone zapatos de tacón alto pero aún guarda muchos de ellos, como reliquias prehistóricas, en un mueble de madera situado en mitad del pasillo de su casa de Sant Joan.
Son tesoros arqueológicos de un mundo perdido que hoy duermen un sueño eterno al lado de innumerables zapatillas de deportes y algún que otro zapato oscuro y plano sin brillo ni glamour.
Echando un vistazo a su zapatero se podría reconstruir paso a paso la vida de Rosa Vegas. Todavía guarda con nostalgia unas sandalias de piel que se le ceñían al empeine y los tobillos como spagettis y la elevaban más de diez centímetros por encima del suelo. Zapatos de equilibrista, tacones de aguja no aptos para pisos irregulares. Rosa estaba acostumbrada a caminar a más de un palmo de altura y lo hacía con la destreza natural que tienen algunas mujeres para sobrevolar el mundo y al mismo tiempo dejar su huella por donde quiera que pasara. Su colección de zapatos acrobáticos alimentaría las fantasías de todo un regimiento de fetichistas.
Pero ya no los usa. No puede usarlos.
Hoy camina paso a paso arrastrando su pie derecho con lentitud de costalero. Y sólo dentro de casa. Las pocas veces que sale a la calle necesita valentía, un bastón y el brazo paciente de un amigo. Son las muletas que sostienen a Rosa en pie.
Ella dice que fue su marido quien le arrebató definitivamente el placer de llevar tacones. Y que lo hizo consciente de que obligándola a caminar a ras de tierra la humillaba, la menospreciaba, la hería de muerte en su legendaria coquetería de Campanilla.

El juró que lo haría y lo cumplió. Mientras le pisaba los pies y las muñecas se lo repetía fuera de sí. ¡Nunca más llevarás tacones, nunca más!
Las patadas de su marido la dejaron definitivamente inválida, por segunda vez.

(extracto de una novela biográfica inédita que algún día me atreveré a revisar y a sacar a la luz)

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