sábado, 10 de marzo de 2012

Orgullo andaluz


La noche antes de marcharme definitivamente lejos de Andalucía subida en un autobús pirata al que llamábamos "el catalán", mi padre me dio uno de los pocos consejos de su vida: "Siéntete orgullosa de ser andaluza". Ese fue un eslogan de los años de la Transición. Del referéndum de autonomía, cuando se nos decía que seríamos más andaluces por el artículo 151 que por el 143.
Lo que mi padre quería decirme era que no volviera de Barcelona siendo una "Montse" cualquiera, de esas que perdían el acento y la memoria en las revueltas de Despeñaperros, y que no se me ocurriera traerle a casa a ningún "Jordi" culé, para más señas. Eso era básicamente para él "sentirse orgulloso de ser andaluz". Eso y sentir devoción por el Betis, el flamenco y la Blanca Paloma.
Ahora, casi treinta años después, algunas veces me pregunto si no he sido una traidora.
Lo confieso, lo que más me gusta del Betis es la historia que guarda su ribera; el flamenco, si es muy puro, me mata de sobredosis y a la Blanca Paloma no tengo el gusto de conocerla. Es que Pentecostés cae en una fecha muy mala. Encima, mi aspecto difiere tanto del tópico andaluz que cuando mi madre me ponía el traje de gitana parecía que iba disfrazada.
Con esos antecedentes, mi padre tenía razón al expresar sus recelos. Cómo podía yo sentirme orgullosa de ser andaluza si nunca nadie me habló de Blas Infante, ni de los reinos de taifas, ni del Condado de Niebla. Si apenas sabía ubicar Tartessos a pesar de vivir sobre sus ruinas y si del reino de Granada solo conocía la historia de un rey moro que perdió las llaves y su madre le dijo que lo tenía merecido por maricón. Dónde iba yo dándomelas de andaluza si era devota del Mío Cid y en cambio renegaba de Abderramán que era tan andaluz como yo.
Cómo iba a presumir de andalucismo si de mi tierra solo conocía un par de ríos, dos cordilleras y ocho provincias.
Pero aprendí. En el lugar a donde yo llegué me enseñaron a ver el bosque desde lejos y a amar cada centímetro cuadrado de la tierra que cultivaron mis antepasados mucho antes de que el emperador Adriano fuera dueño del mundo. Allí me di cuenta de que Andalucía se merecía mucho más que amor. Se merecía conocimiento y respeto. Por eso, al mismo tiempo que aprendía otra geografía y otra lengua, crecía mi "orgullo de ser andaluza" y me hacía una experta en reconocer en qué orilla del Guadalquivir había aprendido a hablar mi interlocutor. Y lloré cuando me descubrí oculta tras las palabras de Salvador Távora: "Andalucía es un país que limita al norte con Castilla la Mancha y Extremadura..."
Después de todo, el consejo de mi padre surtió efecto. Los amores nunca son excluyentes por más que se empeñen algunos politiquillos y periodicastros de "todo a cien" en crear enfrentamientos barriobajeros. Ya no me ofenden los insultos premeditados ni los tópicos de aluvión.
Hoy sé quién soy, quién fui y quién quiero ser.
Lástima que no me dejen decirlo el próximo 25 de marzo.

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