jueves, 12 de marzo de 2009

Interruptus


Existen muchas maneras de perder la identidad. En estos tiempos retóricos en que el símbolo prevalece sobre la esencia y el fondo aparece casi siempre difuminado tras la contundencia de la forma, el lenguaje, como la diplomacia, debe desarrollar esa capacidad prestidigitadora de cambiar los actos con sólo modificar las palabras. Y no estoy hablando de política, aunque también.Nada hay más identitario que nuestro propio nombre (que le pregunten a Josep Lluis), aquel por el que nos reconocemos en sociedad; el que conservamos desde la partida de nacimiento hasta la inscripción de la lápida; el que legamos a nuestros hijos a veces como única herencia. Esta manera simbólica de salir de la invisibilidad, enfermedad congénita que padecen las mujeres de medio mundo, es una de las escasas aportaciones de España a favor de los derechos de las mujeres. El doble apellido, la ñ, la transición democrática y la dieta mediterránea encabezan mi “top” de españolidad.En los foros de Internet se apuesta por la “solución española” para meter en vereda el asunto de los apellidos, que avanza renqueando tras el “sprint” que ha experimentado el concepto de familia en las últimas décadas. Hace pocos años que los códigos civiles de la mayoría de países occidentales, excepto España, han aceptado la identidad de las mujeres por sí mismas y no en función del hombre al que pertenecen. La mujer pasaba sin tregua de la tutela del padre a la del marido gracias a la conjunción lingüístico-simbólica que supone el cambio de apellidos.

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